No se trata de culpar ni de ofender a nadie. No soy un fan de Podemos. Sé de activistas serios y militantes que lo rechazan, atribuyéndole efectos desmovilizadores. No simpatizo con ellos menos que con Podemos.

A-Podemos

España. País multisecularmente pícaro y guerracivilista (civil no solo fue la guerra del 36, también las carlistas, las comuneras, la “Reconquista”…). Saliendo del franquismo, compró paz y libertad a cambio de pseudobipartidismo de obediencia atlantista. Narcotizado pronto por progres con labia (y por “marxistas” como el alcalde de la “mov… madrileña”). Relegado a un papel gregario por los amos del mundo. Convertido –tradición obliga– en destacado laboratorio antilaicista, pero también “neoliberal”… Un país en el que siempre mandaron los mismos. En ese marco, el fenómeno Podemos (como antes el 15-M) es a la vez clamor social y proyecto utópico. Lo primero, porque caía de su peso que a políticos ladrones y mentirosos, a banqueros desalmados, había que enfrentarlos con carácter de urgencia. Lo segundo, porque si hay una identidad genuinamente hispánica, esa es precisamente la división, imposible de enterrar bajo artificios de unidad impuesta, sea simbólica (himno, bandera, éxitos deportivos, historia-mito…) o territorial.

El milagro eclosionó un quince de mayo. El pueblo dijo apoyarlo. Cuando su inercia se extinguía (no sin interesantísimas ramificaciones de rebelde expresión popular), surgió un grupo que venía a reavivarlo y a la vez a dividirlo. Un catalizador en forma de partido que, como tal, dejó partido al movimiento originario. Que al expresarlo electoralmente, en gran medida lo inmolaría socialmente. Detestado por las elites económicas (aunque lucrativamente aupado por algunas de sus terminales mediáticas), tanto como por la “izquierda real” más burocratizada, Podemos inauguró un experimento consistente en simultanear política y politología, en bregarse en los shows de LaSexta sin abandonar los debates serios (‘La Tuerka’, ‘Fort Apache’), y en tratar de superar por fin, desde posiciones de izquierda, la dicotomía izquierda-derecha (falsa por llamar “izquierda” a la derecha amable, pero eficaz para perpetuar los fantasmas guerracivilistas).

Podemos, para algunos de nosotros, es como un hijo demasiado travieso: no para de darnos disgustos, pero le seguimos queriendo porque eso no es todo. Dejó en segundo plano temas clave como la sombra creciente de la OTAN y del papado (con cuyo representante actual incluso coquetean), asumió enseguida excesivo verticalismo viejo y personalista, abusó de frases populistas y de tacticismo electorero, alardeó frívolamente de planteamientos competitivos… Con todo, en la estela del Frente Cívico de don Julio (y para gozo de quienes ya sentíamos esa necesidad), comprendió que cambiar la sociedad y superar la guerra social tan cara al Poder requiere ser más transversales y menos dogmáticos; denunció lúcidamente la conexión entre corrupción masiva y desmantelamiento del estado social; se creyó que era posible ganar elecciones desde posiciones realmente alternativas (“¡Sí se puede!”); abrió sus puertas a toda la ciudadanía; se bajó los sueldos y se negó a depender de la banca, uniendo su suerte a la de la gente (microcréditos, crowdfunding…; sigue sin valorarse lo bastante esta novedad); defendió la alegría y recuperó conceptos como la fraternidad e incluso el amor; practicó la transparencia tanto de las cuentas como de las estrategias propias (la politología simultánea…); sacudió los cimientos del monopartidismo (i.e., del Régimen), despertando ilusión como no ocurría desde el fraudulento PSOE felipista.

Demasiado… Demasiado bueno para el país arriba descrito. País sufrido, genéticamente dividido, y apenas preparado para tanta novedad: Podemos no gobernará tras el 20-D. Eso quizá entrañe que, de manera efectiva, no lo hará nunca. Pero no será porque no hubiera valido la pena.